A cualquier natural de este exiguo mundo de islas, le sería fácil imaginar la escena: un rebaño
de cabras con sus collares rojos, royendo el chato y espontáneo herbazal, donde impera el
denso olor de un macho bien artillado y lúbrico. Y un perro desaliñado que se mueve en
círculos y ordena. Y un pastor -¿cuántos quedan?- apoyado en el muro del fondo, vara en
mano y manta por los hombros.
Pero alguien clavó un anuncio para inducirnos a.. Y otro día aquel alguien, cumplido su
propósito, se llevó el mensaje lastimoso ¿O fue el viento?
Ahora queda ese feo esqueleto sin sentido, esa estructura ósea de metal, vacía en el paisaje,
hiriendo el descampado del rebaño, como un hierro que multiplica sus garras fantasmales, que
no florecerá como la acacia cuando vuelve el otoño o el almendro en febrero, que es como un
puñal que parte un corazón: el nuestro, que es también corazón de la isla. |
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